Espada & Mortero
¿Es bíblico el llamado
al altar?
Ignacio García
El
propósito del evangelio es que el hombre siga a Cristo, que se identifique
con Él y
sirva a los propósitos de su reino.
Esto
no debe ser confundido con un llamado de moverse de un sitio a otro físicamente
Introducción
Acepté a Cristo como
mi Salvador en una pasada al altar. Parece raro encontrar a alguien que no haya
hecho su decisión así. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que para aceptar
a Cristo deba alguien forzosamente pasar al altar. En los
últimas décadas, se ha acentuado esta práctica y en algunos círculos se le ha
hecho “oficial”. Conozco iglesias en donde personas que ya una vez pasaron al
altar para aceptar a Cristo, lo vuelven a hacer cada vez que el llamado se
hace, punto aparte de los predicadores que basan el éxito de su prédica en la
cantidad de personas que esa noche/mañana/tarde pasan a rendirse a los pies de
Cristo.
Un análisis de este fenómeno
intenta aclarar que en la Biblia jamás se menciona esto del altar (a menos que
pensemos en el de sacrificios del AT). De que es bíblico, no lo es. Tampoco
parece fuera de lugar si se le usa debidamente; y sí, se convierte en anti-bíblico cuando se le da un uso diferente a los
propósitos de Dios. Estos propósitos pueden pensarse muy simplemente: 1) jamás
me van a dañar ni a confundir y 2) van a servir para el cumplimiento de Su plan
divino.
Pero ¿de dónde viene todo esto de
la pasada al altar? Por supuesto que Cristo no lo practicó, ni se ve que los
primeros discípulos lo hayan hecho, o Pablo ordenara posteriormente que después
de la predicación se hiciera este llamado. No existe evidencia. Este es un
fenómeno que nace hasta el siglo XIX. Al despuntar de este siglo, nadie había
oído hablar de ello.
Evangelistas bien reconocidos como George Whitefield, Jonathan Edwards, y John Wesley jamás habían oído de esta costumbre. Charles Spurgeon, el apasionado ganador de almas, si bien estaba
enterado de esta práctica, se negó rotundamente a adoptarla. El primero en
llevar a cabo el “llamado” fue Charles Finney, en sus
famosas cruzadas de 1830. Finney escribiría:
“Predica, y en
el momento en que la persona piense que está dispuesto a hacer algo, ponle una
prueba, llámalo a hacer algo, a que dé un paso que lo identifique como una gente
de Dios… Si no está dispuesto a hacer eso, entonces no está dispuesto a hacer
nada por Cristo”.
La práctica, como se ve, fue
diseñada para forzar decisiones, para obtener resultados. Esto motivó
fuertemente a predicadores de la época como Dwight L.
Moody, y, finalmente, a todos los evangelistas
posteriores: desde Peter Cartwright,
Sam Jones, R. A. Torrey, Billy Sunday,
Bob Jones, Gipsy Smith, Mordacai Ham y John R. Rice, hasta Billy Graham y el más desconocido
de los predicadores en la aldea más lejana.
Así entonces, el
llamado al altar no es una cuestión de mandamiento bíblico, el Señor no lo
requirió a nadie, en ningún momento. Lo que queda por discutir es el uso del
altar y el sistema de invitación, en general.
Para argumentar el uso del altar, no
faltan apoyos bíblicos que se mezclan con especulaciones y supuestos. Lo más difícil de todo es que en
estos argumentos, no se alcanza a convencer sobre qué diferencia puede existir
entre el altar y mi propia banca. Y, cuando se trata de explicar, se cae en
explicaciones que son menos bíblicas aún: que el altar es santo, que está
ungido, que representa el lugar santísimo, que es lo más cerca de donde está el
pastor, etc.
Otros argumentos son más
imaginativos. Se dice que en la invitación: “El que tenga sed, venga y beba de
mí”, el sitio de ese “venga” ¡se halla en el altar! Cuando en realidad este
llamado de Jesús es una oferta maravillosa de vida, libre y sinceramente dada,
sin presionar a nadie. Como ésta, existen otras citas bíblicas igualmente sin sustento
serio.
El propósito del evangelio es que
el hombre siga a Cristo, que se identifique con Él y sirva a los propósitos de
su reino. Esto no debe ser confundido con un llamado de moverse de un sitio a
otro físicamente. Otra vez, ni Jesús ni los apóstoles ordenaron “pasa al
frente”, o “ven para que oremos contigo” o “entra en el cuarto de la confesión”
para que puedas ser salvo. El peligro de estos llamados es que, alguien que
desea de corazón recibir a Cristo, y desee hacerlo secretamente, se vea impedido
a hacerlo porque se le presiona a hacer algo que no quiere; cuando en realidad
lo que se debe privilegiar en el creyente es su intimidad.
No estoy diciendo que el altar no
deba usarse, digo que cuando se sustituye su uso por el verdadero mensaje
bíblico, hay que ponernos a pensar (y a orar, por supuesto). Porque, incluso,
en muchas congregaciones se cuentan a los “nuevos en la fe” sólo si ¡pasaron al
altar y pueden ser contados! O bien hay decepción en la iglesia porque “Esta
vez, sólo pasaron tres personas al altar” ¿Y el corazón de los que no les dio
la gana pasar pero sí confesaron secretamente su decisión de aceptar al
Señor?... Esos no valen.
Otra cosa es el poco respeto que
algunos predicadores tienen de la persona, de su intimidad, de su valor anímico
e intelectual. Porque ¿cuántas veces no hemos visto que el predicador insiste e
insiste (por cerca de 30 minutos o más) para que una o dos personas que faltan
por ahí, pasen al altar? Se quiere cambiar el esquema de pensamiento, de vida,
de emociones, que un hombre ha tenido durante 40 años, en solo cinco minutos.
Tal vez también haya confusión en esta persona cuando se le dice: “Ven a
recibir a Cristo” (al altar, claro) ¿Qué no lo puede recibir allí en su lugar?
Y luego, si por fin pasa, se le hace pensar que ha sido salvo como resultado de
¡haber pasado al altar!
Y más. Cuando alguien pasa al
altar, se le pone un “mediador” que le “va a ayudar” en el proceso. ¿Es esto
bíblico? Lo que se me da a entender es que necesito de alguien mejor que yo que interceda por mí. En muchas
ocasiones (en las congregaciones más abusivas) se me pide incluso que confiese ¡delante del “mediador” pecados que haya yo cometido...
Charles Supurgeon, opuesto a estas practicas,
solía decir:
“Dios no tiene citas de salvación por
medio de cuartos de confesión. La mayoría de la gente, con una conciencia
herida, preferiría estar sola, para sangrar en secreto.”
Uno de los
argumentos defensivos con los que se trata de validar la pasada al altar es que
cada individuo tiene la “obligación” de hacer pública su decisión de seguir a
Cristo, y se usa la Escritura: “El que me confesare delante de los hombres, yo
le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos”. Pero todos sabemos
que esta declaración y testimonio público, se da hasta que la persona se
bautiza. Porque –dirá el candidato a conversión¾ ¿cómo puedo negar a alguien en quien recién he decidido creer? Por
cierto, que cuando dijo esas palabras, Cristo no tenía en mente a alguien que
iba caminando de su banca al altar. Porque, nótese: el hecho de que alguien se
pare y pase al altar, no demuestra en absoluto que desee ser un seguidor
genuino de Cristo…Y si no, háganse cuentas de los cientos que vemos pasar al
altar en campañas evangelizadoras, pero jamás regresan, o no se comprometen con
una vida cristiana.
Lo peor de esta
costumbre es que muchos se preguntan: “Entonces, ¿cómo puede ser salva la
gente? ¿Cómo, si no pasan al altar, pueden hacer una profesión de fe?” Lo que demuestra
que nos hemos quedado obsoletos en cuanto a métodos de evangelización se
refiere, pues sólo conocemos uno que parece medianamente eficiente y nada
bíblico. ¿Cómo podrán aceptar a Cristo? ¿Cómo le harán las personas para “saber
que sí lo aceptaron? La respuesta es ¡Exactamente como lo hicieron millones de
personas que recibieron a Cristo antes del siglo XIX! ¡Es una cuestión de
historia! El gran predicador y eficiente ganador de almas John
Wesley anotó en su Diario:
“He predicado en tal y cual lugar.
Muchos parecieron profundamente afectados. Pero sólo Dios sabe que tan
profundamente lo estaban”.
Precioso ¿no?... Dios no está
restringido a los métodos modernos.
En todo esto del llamado está
involucrado el predicador y su prédica. El arma de la salvación es la Palabra.
Así lo entendió Pablo cuando dice:
“Pues no me envió Cristo a
bautizar, sino a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para que
no se haga vana la cruz de Cristo. Porque la palabra de la cruz es locura a los
que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de
Dios… pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos
ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así
judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios.
Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es
más fuerte que los hombres”
(1 Corintios 1: 1-26 )
Pero parece que
ya no muchos creen en el poder de la Palabra. De eso se da uno cuenta cuando
mira que no es el sermón la parte más importante del culto, sino lo que viene
después: el llamado al altar. No bastó el mensaje, éste ya no es “poder de
Dios”…Hay que insistir con otros métodos para ver el maravilloso don de
persuasión con el que cuenta el predicador, y así poder ver el fruto de esa
predicación.
Esto demuestra que el papel del
predicador está mal entendido. La misión de éste no es “lograr que se hagan
decisiones”, mucho menos el de “convertir” a la gente necia: éste es papel
exclusivo del Espíritu Santo. El rol del predicador es proclamar la Palabra y
dejar que ésta haga su efecto en el corazón de los hombres. Lamentablemente, a
veces el llamado coercitivo es más “efectivo” que el propio mensaje.
Finalmente ¿La
persona decide, “se entrega”, por su propia convicción, o debido al farragoso
tipo de llamado al que se le obligó durante la predicación? ¿A qué tuvo que
ceder la persona para ser salva? ¿Cuántas veces tuvo que repetir sí, sí a los
interrogatorios que se le hicieron?
La fe no es una fórmula, no es una
serie de argumentos dictados y aceptados en dos o tres minutos…Es más, nadie es
salvo por la FE. Según entiendo somos salvos por gracia por medio de la fe, y ésta, ni siquiera es de
nosotros: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de
vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”.
(Efesios 4:8)
Parece que tenemos claro que el que
pasa al frente, no se puede salvar por sus propias Obras. Pero entonces, ¿por
qué insistimos en salvarlo por la nuestras?
Faltaría aún por
delimitar la tarea de esos predicadores que, a los ya salvos, les piden cada
vez que predican, que pasen al altar para una multitud de acciones, según sea
el antojo del predicador: que si para “reafirmar” mi compromiso con Cristo, que
si para recibir “otra vez” al Espíritu Santo, o algún don escondido, o
certificar mi hablar en lenguas, o el recibir alguna “unción” de sus manos, o
que me deje tocar por su “unción” y caer como tabla al piso, o me arrepienta de
un pecado del que ya me arrepentí o, finalmente, (sin que quiera decir que la
lista termina ahí) para librarme de alguna maldición generacional. Tema éste,
que, por su aberrante fundamento de tipo humano, trato en otro artículo de este
mismo Sitio.